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Para escribir este libro, el famoso reportero polaco Witold Szablowski tuvo que recorrer Rusia, Ucrania, Bielorrusia y otras repúblicas soviéticas. Habló con chefs especiales: Viktor Belyaev, quien controlaba la cocina del Kremlin, con aquellos chefs que trabajaron durante las guerras desatadas por Rusia, con las cocineras de Chernobyl, así como con aquellos que vivieron y recordaron para toda la vida los tiempos del Holodomor estalinista en Ucrania. Y es precisamente a través de las puertas de la cocina que se pueden mostrar tan bien no solo las historias humanas, los hábitos de sabor o las preferencias de los chefs y de aquellos para quienes cocinaban, sino también los mecanismos manipulativos del poder: cruel e implacable, concentrado en manos de líderes locos, secretarios generales y otros funcionarios del partido soviético.
¿No entienden cómo la comida puede servir a la propaganda? En los países que se llamaban Unión Soviética, se servía en cada croqueta frita y en cada cafetería soviética desde Kaliningrado hasta el Polo Norte, desde Moldavia hasta Vladivostok. La política, lamentablemente, estaba presente tanto en lo que comía el primer secretario como en lo que consumía o no tenía para comer el ciudadano promedio de un gran estado totalitario utópico.